Las velas en la Edad Moderna

Era tal la importancia de las velas, que su comercio era regulado, junto con el del jabón, entre los elementos de primera necesidad. Ejemplo de ello lo encontramos en una de las llamadas Pragmáticas del Rey Carlos, en la que el escribano Ignacio Esteban de Higareda  en 1768 dice:

“Por lo qual declaramos, que el Pan Cocido y las especies, que devengan y adeudan Millones, como son Carnes; Tocino; aceyte, Vino, Vinagre, Pescado salado; Velas, y Jabón, deben tener precio fijo vendidas por menor, y en ningún momento por mayor: pues han de quedar en libre comercio, y en igual libertad por mayor y menor que todas las demás especies comestibles…”

 

 

En la Edad Moderna, igual que en los siglos que la precedieron, las velas de cera de abeja estaban reservadas a las clases altas o al clero, mientras que el llamado pueblo llano debía conformarse con las luminarias de sebo. Se sabe que durante el reinado de Luis XIV el precio de una vela fabricada con cera de abeja equivalía al salario de un obrero especializado.
No fue hasta el siglo XVIII que a la cera de abeja le salió un competidor combustible tan inodoro como esta misma: el esperma de ballena o Spermaceti. Además de obtenerse en grandes cantidades, este material provee de una luz muy brillante. De origen y nombre peculiares (“semen de ballena”, también llamado “blanco de ballena”), esta sustancia oleosa no es exactamente lo que dice su nombre. En realidad se refiere a una grasa presente en el cráneo del cachalote, de utilidad innegable y fascinante, que facilita la inmersión y flotación del cetáceo gracias a las variaciones que sufre con la temperatura proveniente de la irrigación sanguínea. Solidificada gracias a un tratamiento a presión y a la mezcla con un álcali cristalizándose sobre los 6 º Celsius, se utilizaba para fabricar velas.
Resulta muy interesante el volumen dedicado al oficio de maestro cerero en la Enciclopedia que promovieron los miembros de la Real Academia de las Ciencias en la Francia de la segunda mitad del siglo XVIII. Se atribuye a Duhamel un cuidadoso texto ilustrado con grabados de gran delicadeza que explican muy bien las herramientas y las técnicas empleadas en la fabricación de velas. Más tarde, en el marco de otra famosa enciclopedia -la Roret- se publicó El Nuevo Manual Completo del Candelero y Cerero atribuido a Leormand y Malepeyre en 1890. Esta obra consta de dos volúmenes, dada la importancia del oficio y el producto desarrollados. Entrado ya el siglo XX, destaca también en el país vecino una actualización del anterior volumen, pero esta vez realizado por Georges Petit.  
La vocación Ilustrada y Enciclopedista  de los franceses justificó la redacción de estos manuales en los que no podía faltar la descripción del oficio de cerero, pero se encontraban además en el país galo algunos de los puntos más importantes sobre el tratamiento y distribución de la cera bruta manufacturada. Destacaría como punto significativo la ciudad de Limoges.  Como cuenta Guy Lemenunier en su libro “Geografía de la cera en España y Francia”:

“La apicultura tradicional tenía como objetivo prioritario la producción de cera, una materia prima cara destinada a las necesidades del culto y al alumbrado de los hogares de las clases acomodadas. Entre 1750 y 1850, las landas atlánticas y las montañas mediterráneas de Francia y España no llegaban a satisfacer la fuerte demanda, por lo que ambos países se vieron obligados a abastecerse en las regiones nórdicas y en Oriente Medio”.

 

 

 

De nuevo con la pura intención anecdótica, nos falta decir que existen testimonios de la ingestión de velas como alimento, cómo único recurso en situaciones de aislamiento extremo. Las velas han permitido la supervivencia de soldados y de otras víctimas de graves penurias, antes de que volvieran a tener acceso a comestibles verdaderos.
Según nuestras investigaciones, el libro más interesante que hace referencia a las velas es de Michael Faraday, uno de los padres de la física moderna, creador de la teoría de campos. Al parecer era un conferenciante notable y tomó el funcionamiento de las velas como excusa para divulgar algunos de los avances científicos que había realizado. Bajo el título “La historia química de una vela”se publicaron en 1861 una serie de charlas que versaban sobre la respiración, los elementos constitutivos del aire y del agua, el comportamiento de algunos gases, etc. Se trata de un libro muy significativo que sigue reeditándose más de 150 años después de su publicación. Fue precisamente este autor quien se había hecho famoso con otro texto compilador titulado “Investigaciones experimentales con electricidad”.
En 1790 Joseph Samson patentó en Estados Unidos un método para elaborar velas; y resulta muy significativo que fuera ésta la segunda patente que se hizo en este gran país. Los colonos, en concreto las mujeres, fabricaban velas con bayas porque además de iluminar emitían un dulce olor. Allí mismo en 1834 Joseph Morgan inició un proceso de industrialización que permitía producir 1.500 velas por hora, lo que las hizo asequibles a más personas.
No fue hasta finales del siglo XIX que se generalizó el uso de la luz eléctrica como fuente de iluminación doméstica, tardando muchas décadas en llegar a todas partes. El primer alumbrado público mediante gas no se había producido hasta la primera década del mismo siglo XIX. En el siglo XVI en Francia se hizo obligatorio el uso de faroles en las fachadas de los hogares para preservar la seguridad pública de las calles. En un principio se usaban las incómodas antorchas, más tarde se usaron los candiles y finalmente los faroles, precursores de las actuales farolas.
Hasta el triunfo de la electricidad y con anterioridad a las lámparas de gas, los candelabros eran las estructuras más eficientes para proveer de luz los grandes espacios. Además de su función más utilitaria, la nobleza del material con el que estaban realizados, la belleza de sus formas o su sofisticación los convirtió en elementos significativos del ajuar y a la vez determinantes de un “status simbol”. De hecho hoy en día sigue siendo así y podemos apreciar aquellos candelabros que han perdurado por generaciones como legado familiar. El candelabro en su día fue un testigo de la fortuna de los anfitriones de una casa, de una institución o de un templo. En el siglo XVIII triunfaron los candelabros de cristal; los más caros provenían de Bohemia o de Murano; muy anteriores eran los metálicos, de acero o aleaciones varias. Los mas rústicos eran los fabricados con la cornamenta de ciervos, una vez éstos la habían mudado de forma natural o tras una lucha. Los más longevos –los de plata- eran un modo fácil de guardar y transportar un patrimonio.

Como sustituto económico de la cera de abejas, la cera de parafina (C25C52) ha sido y es muy utilizada para elaborar velas. Identificada por un químico alemán en la tercera década del siglo XIX, este tipo de cera es un excelente modo de almacenamiento de calor y tiene su origen como derivado del petróleo y otros hidrocarburos. Cuanto menos mezclada con sustancias sintéticas, más inodora es la vela y genera menos residuos. Aunque es una opción atractiva cuando es de calidad, no alcanza el prestigio y exclusividad de las velas de cera de abeja.